Semejante a un cáliz.
Única en su cristal rojo con mezcla de oro en el interior del lugar de honor en la vitrina que la resguardaba.
Y siempre vacía, jamás usada con algún licor, ni siquiera
agua.
Nadie sabía por qué su dueña, la longeva mujer de más de cien
años y conocedora de artes mágicas, nunca la usaba.
En esos días de agosto, la anciana, con una grave pulmonía, sin
poder ni siquiera levantarse de la cama y convulsionada por la tos que apenas
le permitía respirar, delegó su casa en manos de su sirvienta, mujer indígena,
malhumorada y siempre hostil.
Días más tarde, la empleada no se presentó a trabajar, muy
extrañamente porque jamás faltaba.
Y así pasaron los días.
Hasta que en uno de ellos, ante la décima ausencia de la mujer, lloriqueando
y compungida llegó a la casa patronal la hija de la sirvienta.
Contando entre sollozos que su madre había muerto y de una
forma rara - dijo la muchacha- porque tenía una salud de hierro y no había
estado enferma, por el contrario, contenta y festejando con vino tinto hasta
rebosar los bordes de la más hermosa copa de cristal rojo- que días antes y
quien sabe de dónde- había traído a la casa.
La patrona quien ya- milagrosamente- estaba repuesta,
saludable y hasta al parecer con gran ánimo, a pesar de la grave pulmonía que
la había tenido postrada y que los médicos habían diagnosticado como mortal, sonrió
misteriosamente- única poseedora del secreto-.
Mientras que detrás de los vidrios de la vitrina, brillando con su luz de destellos rojizos hoy iluminada por un aura dorada, estaba la copa roja, la que habiendo cumplido con su misión de eternidad, había retornado a su legítimo lugar de pertenencia.