Una tarde de domingo frente a la iglesia de Comala miré en todas
direcciones buscando La Media Luna, el quiosco, un reloj solar de los
equinoccios y solsticios, una banca con una estatua de Juan Rulfo de bronce,
quien me encontraba con Juan Preciado y me contara de primera mano su
impresión de llegar a Comala, el averiguó el precio de cumplir algunas
voluntades de difunto, se corre el riesgo de conocer el otro lado de la
luna, hurgar en el baúl de los recuerdos, escarbar y enterarte que sólo era
un saco con su propia historia, ya lo bajaste de pedestal y se convirtió en
humano ni tan malo ni tan santa, corres el riesgo que te pase como en el
Secreto de Romelia, pero al fin parte de tu propia vida e historia, este
calor sofocante que únicamente lo mitiga una cerveza muy muy fría, creyendo escuchar entre
sus calles empedradas cascos del caballo de Miguel Páramo.
Pedro Páramo
De Juan Rulfo
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.
Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella
muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por
morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me
recomendó—. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará
gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo
haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aún después que a mis manos
les costó trabajo zafarse de sus manos muertas. Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y
nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro. —Así lo
haré, madre. Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé
a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue
formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro
Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.