domingo, 7 de julio de 2013

Cuento Klingenthal, del nuevo libro “Cuentos Negros de Loreto Lo” de Mónica Gómez



   

 
Klingenthal


     Por Mónica Gómez









Reconoció a su asesino en el momento mismo que lo vio

(las regresiones sicoanalíticas no habían sido en vano en esta vida)

Ahí frente a sus ojos estaba nuevamente Klingenthal.

-Pensó –“la eternidad ha sido su fuerza”.
Era una verdadera obra de arte
al sobrevivir así a través del tiempo, los siglos.

Su temple alemán no se notaba, sólo mostraba como la vez anterior que lo miró por primera vez, su extraordinaria belleza símbolo de aristocracia y sabiduría.

Pero en esta vida no la engañaba su inofensivo aspecto.

Anteriormente, su idealismo había provocado que solamente viera su apariencia física, su exquisita suavidad, prestancia, porte, el color negro plateado de su textura y el collar de platino con que adornaba su cuello.

Y en esa oportunidad, eso la había seducido.

-¡Todo se debió a un arrebato pasional! -se dijo.

Ahora con la mirada del retorno, la ventaja estaba a su favor, ella sabía quién era él, pero él no sabía quién era ella.

(Las ventajas de la muerte-pensó)


                                                                      

Esta vez lo había encontrado la casa de antigüedades de Bertoldo Dahann en el sector de Alonso de Córdoba y luego de pasearse un rato en busca de algo sorprendente (su   eterno delirio).




Por supuesto él no la reconoció, ella no era ahora Loreto Lo, la escritora  a quien había asesinado, engañándola vilmente con el  brillo de su porte y aguardando el momento preciso ahí en un rincón del dormitorio (al que ella misma le había permitido entrar) y en la impunidad que nadie, absolutamente nadie, sospecharía de él como autor del homicidio.
       
         











Del crimen perfecto.











Indudablemente también había sido culpa de ella (la escritora), en esa ocasión, no fue posible que casi sin conocerlo  le hubiese abierto las puertas de su casa y de sus sentimientos.

Confiando en que él sería su guardián, su protector ante cualquier agresión, quien le evitaría las caídas y apoyaría en la vejez.


        Con él, la eternidad.








Nunca, ni remotamente podría haber pensado que Klingenthal no sentía lo mismo hacia ella (así es el amor no correspondido) y que la permanencia a su lado  había sido una cuestión de táctica, de embaucamiento para ejecutar la adicción que había heredado, con la que había nacido, su única pasión.

Lo decían sus tatuajes, Der Mörder y Der Tod y su fuerte inclinación, aguda e inflexible por la parte oscura del espíritu humano y locura de sangre.

Desafortunadamente en esa vida la mujer no había notado esas marcas, aunque como artista debería haber intuído que el horror nazi no quedaría en el pasado sino que seguiría vivo en los seres, las acciones y obras que dejaría.

Hoy entendía que la había asesinado porque no tenía alternativa, estaba hecho para matar.

Así, en esta reencarnación ahora le tocaba a ella.

En el convencimiento de su absoluto dominio de la situación, pensó que el sacarle la falsa máscara, dura madera, lo mostraría en su verdad visigoda, bélica y con goce por el sufrimiento ajeno.

La oportunidad se le ponía allí, al alcance de la mano.

No podía evitarlo, aun a sabiendas quien era.

¡Extraordinario! - se dijo- lo miró y volvió a mirar con admiración consciente que no debía caer en el juego de la seducción (la belleza siempre había sido su éxtasis, su desdicha y su esclavitud).

 
                                  La veía y caía rendida sin posibilidad de salvación.

Lo llevó a su departamento.

Y la lucha se dio en su espíritu, la duda se empoderaba de sus acciones y vaciló entre quedarse con él y morir, o revelar su alma vil, ausente de moral, su “pedagogía negra” (hitleriana ) y necesidad de dominio y sumisión de los cuerpos.

                                      Le pareció una guerra entre el bien contra el mal.

 
                                                                            Y decidió.

Esta vez a diferencia de guiarlo a su dormitorio (como en la otra vida), lo condujo hacia el balcón de este su ahora moderno hogar.

 






Allí lo acomodó en su sitial  favorito, mientras con gran calma  buscó  el aceite de sésamo de sus candiles de plata heredados de la  escritora ”- visionaria hasta en su-mi muerte -pensó”.



        Y como haciendo un ceremonial sagrado cubrió  a Klingenthal  con el espeso liquido acariciando el precioso cuerpo con firmeza y ternura, contradiciendo su voluntad  de odiarlo

– no pudo-.


  






Encendió el fuego y lo acercó  al cuerpo ahora brillante.

Se encendió con una gran llamarada  azul  y luego dorada, todo él ardía, se consumía.

Poco a poco    desaparecía la máscara de madera,

 

la vaina de ébano negra,  mango  milord  plateado , empuñadura engastada en  marfil  y   garganta rodeada   con  aro de platino.

 
Su alma gimió lastimeramente surgiendo  de su interior el  florete de acero al carbón que guardaba celosamente.

 
Peligrosa y oculta arma de ataque.

Ya no podría hacer daño a nadie.

                                                             Su máscara había caído.
 
Nadie confiaría en él.

Todos se  le  apartarían como de un perro sarnoso









 








 
(-¡ También en esta vida se separarían  ! - al  igual como  había  sucedido en su anterior encarnación cuando  fue la escritora Loreto Lo) concluyó con tristeza la mujer.)















                                                    Y la verdad  se presentó despiadada.


  Él no era el señorial bastón que simulaba ser.









El era un auténtico Klingenthal,
la más secreta de las armas nazi
 creada en 1942
para traicionar y asesinar.






       








Hay  crímenes que ni siquiera el  fuego purifica
(Dedicado al holocausto nazi 1941)



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